BIOGRAFIA POR LA PROPIA SILVINA.
Crecí en los años ochenta. En los años ochenta había
flequillos cardados, hombreras hasta en los pijamas y fotos que nos
hicieron y que preferiríamos no sólo olvidar sino pagar porque quemaran
vivos a los que tienen las fotos que deberían ser quemadas. Pero como es
tu familia la que atesora tan preciado documento gráfico, pues te
tienes que aguantar y sólo te queda echarle la culpa a los ochenta,
cuando tu madre aparece con las fotos ante tu novio nuevo y avergonzado.
Cómo son las madres, no tienen verguenza. Ni la detectan. Se lanzan a
enseñar fotos tuyas con la camiseta por dentro de los pantalones sin
reparar en que estás detrás de tu novio, el que te respetaba y pensaba
de ti cosas buenas, diciendo noooooooooooooooooooooo a lo cine mudo y
moviendo los brazos cual aspas de los molinos que sí veía El Quijote.
Pero bueno en los años ochenta no sólo había estilismos desenfrenados
y mantequilla de tres colores, también había canciones. Todos teníamos
hermanos, tios, primos que escuchaban canciones. Las letras de esas
canciones hablaban de ti y te comprendían o te hacían bailar y sentirte
muy afortunada. La música no sólo hablaba de ti sino que te daba un
lugar en el mundo, un grupo al cuál pertenecer y no sentirte tan solo.
Yo era pequeña y no pertenecía aún a ningún grupo, pero sabía que las
canciones juntaban a las personas y que ese era mi sitio.
Pero bueno en los años ochenta no sólo había estilismos desenfrenados
y mantequilla de tres colores, también había canciones. Todos teníamos
hermanos, tios, primos que escuchaban canciones. Las letras de esas
canciones hablaban de ti y te comprendían o te hacían bailar y sentirte
muy afortunada. La música no sólo hablaba de ti sino que te daba un
lugar en el mundo, un grupo al cuál pertenecer y no sentirte tan solo.
Yo era pequeña y no pertenecía aún a ningún grupo, pero sabía que las
canciones juntaban a las personas y que ese era mi sitio.
Escuchaba Agarrate fuerte a mi María, Sombra aquí y sombrá allá,
maquíllate, maquíllate, canciones rumberas que hablaban de la libertad,
me asomo a la ventana eres la chica de ayer, te voy a dar una paliza por
haber escrito mi nombre dentro…
Creo que me gustaba más cantar canciones en mi habitación que jugar
en la calle. No sé si era tímida o valiente por quedarme en mi universo
de palabras y voces, pero creo que me dolía el dolor de los que sufrían
en una canción más que el que nunca me hiciera en las rodillas o en los
codos cayéndome de la bici.
Además de estar acompañada siempre por canciones, el descubrimiento
se extendió a los poemas. Saborear poemas, encontrar novelas, leerlas,
todas, tantas, las que te encontrabas y las que te contaban. También
vino el teatro, leerlo, escribirlo, actuarlo, exagerarlo. Y vino la
guitarra y contar con ella como me sentía o lo que veía.
Y así comprendí que nunca sería profesora de literatura en un
instituto y dejé de estudiar oficialmente, para empezar a aprender.
Después los viajes y el amor y las canciones. Años fuera de España en
Argentina, Cuba, México. Muchas canciones que escuchar, mucho que
aprender, mucho dolor, mucho te quiero y no te quiero y te vuelvo a
querer y nadie me quiere, hasta que decido volver a Madrid.
Probablemente Madrid sea uno de los grandes amores de mi vida.
Lo demás, ya en Madrid es amor, desamor, leer y comprender la
condición humana y la propia. La evolución, el despertar, el cuarto
camino, el budismo, ningún camino. Mejor Krishnamurti, los poemas de
Alvaro de Campos, mejor no, mejor todo. Sí, todo es bien, todo. Y más
canciones.
Y hacer canciones para defender la alegría, pero no sólo la de afuera, sino la de dentro. Para antes de morirnos, vivirnos.
La música como un antídoto que nos devuelve la alegría y termina
curándonos del sufrimiento. Para eso serviría la música alegre y
bailona, pero no. La alegría que pretendo es la íntima, la de dentro, la
que hace que nos estiremos verticales y hermosos, la que nos hace
merecer el respeto de quien se respeta. La música que nos hace
comprendernos un poco más.